LETRA M

Ella escribía en su mano izquierda el nombre de el, usaba para ello la fina punta de un cartabón.

La 
“M” mayúscula quedaba marcada en sangre. Luego una fina costra la recubría. Después la fina cicatriz blanca surgía.

Y volvía a escribir su nombre en su mano.


El nunca lo supo.




LAS ESTRELLAS TIEMBLAN


Aún no ha anochecido, pero perezosa se acuesta bajo la fina sábana. Cierra los ojos y respira profundamente.

Morfeo a su lado la mira atento, sigiloso se acerca para abrazarla.

Ella sonríe en sueños y se pierde entre sus brazos.
El respira ansioso la profunda oscuridad de su cabello.

Fuera, ahora sí, las estrellas tiemblan...




Ilustración:







EL HOMBRE INVISIBLE


Como siempre, sentado en su banco preferido, me esperaba el hombre invisible para ver juntos amanecer...


DONDE QUERÍAMOS ESTAR...

Tumbados en la hierba, jugando con la forma de las nubes, el aire huele a libertad.

- Estoy pensando en el día que nos conocimos, en aquel primer café…

Te miro de reojo, recostado a mi lado, con la vista aún fija en las nubes, sus formas se reflejan en tus ojos interrogantes. Tus labios sellados, como si quisieran detener su último aliento. El cuchillo, vertical sobre tu pecho. Tu sangre, acariciando mi piel.

- No te quejes, estamos… donde queríamos estar... estamos...



¡MALDITA!


Ya antes de nacer nos atrapa con sus firmes manos, para retenernos presos de esta tierra, eternos cautivos de ella…

Sólo a veces… Parece que nos libera de su garra opresora. Nos hace creer que podemos escapar, para luego agarrarnos aún con más fuerza, y no volver a soltarnos jamás. 

¡Yo te maldigo! ¡Maldita! ¡Maldita fuerza de gravedad! ¡Maldita!





NO HAY MAL, QUE POR BIEN NO VENGA...


Se despertó con una extraña sensación. Sin abrir los ojos tanteó el lado derecho de la cama, esperando tropezar con un tacto conocido, pero no encontró nada. Le resultó tan sorprendente que en un solo acto: abrió los ojos, se incorporó y apartó hacia atrás la sábana.

Esta era la tercera vez, desde que había llegado aquel maloliente y pegajoso ser, que encontraba degollada la cabeza de un amante.

Aquellos silenciosos ojos, la miraban vacíos y no pudo menos que hacerles un mohín de reproche, mientras se recostaba de nuevo en la cama.

Abrazada a la almohada, Barbie Malibú fantaseaba con su nuevo amante en sueños... Deseaba con todas sus fuerzas que por fin fuera un Action Man.

Desde fuera, le llegaban los gritos de la pequeña Emily.

-¡Mamá! ¡James, ha vuelto ha arrancarle la cabeza a Ken y ahora lo está mordisqueando y babeando todo!






PELOS EN CORAZÓN


- No se preocupe señora.

- ¿Señora?, ¿cómo que señora?


- Tranquila, no es grave, tan sólo tiene pelos en el corazón. Se los podemos extraer, pero creo que seguirán reproduciéndose. Los pelos en el corazón siempre retoñan. Y más, viendo como es usted.


- ¡Oiga!, ¿pero cómo soy?, ¿a qué se refiere?


- Que ironía verdad... unos lamentándose de su calvicie y sin embargo usted...

El desencadenante, suele ser siempre el mismo: un cambio repentino y doloroso, el corazón se rompe en pedaciiiiitos.... y los pelos, empiezan a brotar.

Reconstruir un corazón, es muy laborioso, mucho. No crea que todos los doctores dominan esa técnica. Pero los pelo sí, son maravillosos.

Pero el único inconveniente, es que el sujeto pierde sensibilidad. Sí, comienza a percibir el mundo que le rodea desde su coraza velluda...

- ¡Cállese!

- Y eso les vuelve rancios e impasibles...

- ¡Qué se calle!, ¡le he dicho qué se calle!


- Distantes... asociales... 


- ¡CRASH! ¡Ufff... que alivio! Así está mejor, me agobia tanta charlatanería. 



Para: Eugenio González, por las veces que nos hemos reído de mi corazón peludo.







EL PÉNDULO

El péndulo marcaba con su tenue movimiento cada uno de nuestros silencios, clock… clock… clock…


Todo me daba vueltas, las botellas se apelotonaban rodando por el suelo.

Mis palabras resonaban con un eco difuso, parecían ser pronunciadas por otra persona, no reconocía mi voz y sin embargo mis labios se movían al compás de aquel ritmo.

Pretendía marcharse, no quería seguir escuchándome. Y yo, deseaba que se fuera, necesitaba saborear mi victoria 
en soledad.


Le vi alejarse… abrió la puerta y la cerró en un seco: clock…, percibí el sonido del motor al ser arrancado y el fuerte chirriar de los neumáticos, y luego... nada..., tan sólo el clock… clock… clock… del péndulo.


Mis gritos se amontonaban en mi garganta, para salir tan enérgicos y vibrantes, como jamás habría creído que se alzara mi voz. ¡NO!, ¡NO!. Gritaba unos fuertes ¡NOES!, gritaba y reía, por aquella fascinante palabra recién aprendida. Había costado tanto que mi lengua marcara ese nuevo sonido: ¡NO!, ¡NO!, ¡NO!.


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Desde entonces, a pesar del tiempo transcurrido, ¡NO! es mi respuesta a cualquier pregunta, a cualquiera. Un ¡NO! que llena mi pecho de poder. Lo arrojo, en ocasiones, como si fuera un arma de destrucción masiva.


Por ese motivo estoy aquí.


El psiquiatra del centro, opina que en algún momento mi mente bloqueo y confeccionó un final paralelo. Considera que el primer ¡no! que se escuchó aquella noche, no fue pronunciado por mí, si no por él.


Nunca le vi salir, ni cerrar la puerta, ni escuché el chirriar de los neumáticos.


Cuando llego la policía, aún sostenía el arma entre mis manos y él se desangraba tendido en el suelo, y lo único que yo articulaba incesantemente era un vergonzoso y torpe ¡no!


También afirma, que no había ningún péndulo en aquel lugar. Pero me niego a creerle, no es posible… le sentía resonar en mi cabeza… clock… clock… clock….


Incluso ahora, si cierro los ojos, lo oigo con su triste compás… clock… clock… clock….

Prueba conmigo… cierra los ojos… y atento, seguro que lo escuchas. Su ritmo es así: clock… clock… clock…


BUSCANDO EL SILENCIO

La tarde de sábado pasaba lo más lentamente que se había visto en años, el día parecía casi interminable. No se oía ningún sonido, los animales del pastizal estaban en algún proceso de aletargamiento. Incluso los insectos más insignificantes no concebían salir de su escondite.


El calor era tan pegajoso y asfixiante que obligaba a Berta a recuperar el aliento a la sombra de cada árbol que encontraba.


Había comenzado a andar hacía ya media hora y se encontraba muy cerca de la tierra del tío Miguel. Acortaba el camino andando entre los campos ya segados de cereal, pero la paja seca se clavaba y arañaba sus pies desnudos. Había salido corriendo de casa con tal ímpetu, que dejó olvidadas las zapatillas debajo de la camilla y ahora tenía la planta de los pies cubierta por una masa marrón-rojiza, compuesta por sangre y tierra. Pero poco le importaba, no sentía ese dolor.


A pocos pasos distinguió el bloque de piedra. Era bastante grande y moverla le costó más de lo que había imaginado, las gotas de sudor le resbalaban por todo el cuerpo y el corazón se le antojaba demasiado grande para su pecho.


La chapa que soportaba la piedra era de un grosor considerable y ardía al tacto, pero después de mover el pedrusco, ésta le pareció liviana.


El reflejo del sol sobre el agua la cegó.


Lanzó una piedra para comprobar la profundidad. Uno, dos, tres, cuatro, ¡plof!...


Berta se incorporó, a la vez que sus pulmones se hincharon de aire, su conciencia gritaba: ¡lo olvidaré!, ¡no volveré a pensar nunca más en aquello!


Uno, dos, tres...


El agua le abrazó como a una amiga que se espera ver desde hace tiempo, y ella... se dejó querer.


Por fin, no pensaba ni sentía nada, por fin... Sabía que al final solo habría silencio, sí, solo silencio.


- ¡Cariño!, baja la tele. ¡Berta!, la tele.


- ¡Sí, perdona mamá!.


CENA PARA DOS

Scott se esmeraba en poner la mesa, hacía mucho que Linda y él no tenían tiempo para ellos. Mientras encendía la última vela, su mujer sacaba el pastel de carne del horno.


Ambos sabían que una cena romántica era el preliminar de una noche de sexo sucio y depravado, y se sentaron a la mesa con esa convicción.


Uno frente al otro, probaron la creación de Linda. Era la primera vez que horneaba un pastel de carne, pero el exquisito aroma anunciaba que sería todo un éxito.


Lo saborearon con pequeños bocados que pronto fueron creciendo en tamaño e intensidad, comían con avidez, llenándose la boca, sin masticar apenas y mirándose apasionadamente. Chorretones de salsa resbalaban por sus bocas, mejillas, barbillas... En lugar de servilletas, usaban sus propias manos. En una ocasión, Linda limpió la barbilla de Scott a lametazos, y después él hizo lo propio con ella…


El viejo cartero, yacía aún descuartizado en el suelo del salón. Sus ojos abiertos parecían contemplar la escena.


-¿Crees que la carne está tan sabrosa y tierna porque era de un pobre vejestorio?


- No lo sé cariño, pero ahora que lo mencionas, mi tía-abuela Bárbara ronda los noventa años, creo que deberíamos visitarla el sábado...


ROTA POR LA MITAD


Pablo se recostó sobre el madero, mientras veía como la barca se acercaba rítmicamente. Su madre le había hecho bajar al puerto, para ayudar a Miguel con la pesca.

Aunque el sabía que su hermano sólo había salido al mar para escribir, se había llevado su viejo cuaderno y eso significaba que en el, únicamente esperaba encontrar inspiración y no la cena.


Miguel buscó deseoso los ojos de Pablo y alzó la mano en forma de señal. Parecía que había tenido buena pesca, pues cargaba con un gran bulto.


Ya frente a él, Pablo tuvo que reprimir el impulso de abalanzarse sobre aquella mujer. Su piel blanquecina casi transparente, la jugosa boca, su aroma dulzón, el largo cabello que cubría el torso desnudo… todo le forzaba a amarla.

Cuando las náuseas llegaron a su garganta, sus ojos ya se habían posado sobre la escamosidad de su piel, que comenzaba bajo el vientre, y en el gris metálico de su extremidad.

A la mañana siguiente, una mujer apareció en la playa, muerta y rota por la mitad.


Pablo y Miguel cocinaron la cola de sirena como les había enseñado su padre: guisada en su propia sangre.












MUJERES DE UNA NOCHE


Al capitán sin embargo le gustaba buscar mujeres fuera del puerto.

En tabernas oscuras donde el único ruido era el posar de los vasos, siempre encontraba alguna: bebiendo, fumando y hablando sola. Esas eran sus preferidas, alcohol y vicio a partes iguales.


Deseaban tanto que un forastero se fijara en ellas, que ninguna dejo de sonreír mientras sacaba la pluma y garabateaba sobre su piel. Todas reían con ese cosquilleo... Reían como cuando se acercó y les habló al oído, palabras, por supuesto banales, ensayadas para conquistar a cualquier mujer.


Incluso cuando les rajaba el cuello y despellejaba el espacio donde había relatado su encuentro, incluso entonces, la mueca desencajada de sus rostros era una sonrisa.


Mujeres de una noche que recordaría siempre.


Aquellos manuscritos de piel eran su mayor consuelo durante las noches en alta mar. Decenas de mujeres a su alrededor y todas ellas habían muerto felices.










BUSCANDO EN LA BASURA

Voy buscando en la basura.

Unos labios que me digan:
“esta noche quédate”.


Hace varios días que apenas como ni duermo. La gente me rehuye. Soy una apestada de la sociedad. Desde que tengo conciencia siempre ha sido así...


El primer recuerdo que tengo, es de niña, cuando apenas contaba unos pocos años. Durante la verbena de las fiestas de mi barrio. Un niño, no mucho mayor que yo, se acercó y con su pequeña mano me rozó el cuerpo. Solo eso, un simple e inocente roce, movido por la curiosidad a lo desconocido. Pero ese gesto provocó que su madre le cogiera del brazo y lo llevara en volandas lo más lejos posible de mi, regañando su actitud y advirtiéndole que no se acercara a mi jamás, ya que según ella, yo era “lo más asqueroso que hay en este mundo”.


Con el paso de los años, aprecio mejor todas esas actitudes.


Soy consciente de esos sentimientos de reproche y asco que provoco, pero no puedo evitarlo, no puedo vivir escondida…, y aun así, es lo que hago. Me oculto de ellos, de todos.


Mi abuela Lola siempre critica mi cobarde actitud. Se empeña en sermonearme, que el problema está en el ojo de quien mira... y no en mí...


“Tú eres una criatura de Dios, hermosa como tantas otras, él te hizo como a mi y a los demás, y no debes temer, ni ocultarte. No debes huir de la gente, porque eso solamente te empequeñece.


Ellos son los que han de cambiar. Los que olvidan que en este mundo hay desgracias, hambre y oscuridad, abandono y miseria.


Son ellos los que al irse a dormir, borran todo lo negativo que han visto o percibido ese día.

Olvidan que somos muchos los que necesitamos ayuda para sobrevivir, alimentos con que criar a nuestros hijos, y calor para confortarnos en invierno.

Ellos son los cobardes, los inseguros, los que se sientan delante del televisor a ver las noticias. Noticias repletas de macabros hechos: atentados, mutilaciones, desgracias naturales, niños con la barriga hinchada y rodeados de moscas buscando en la basura algo, algo que les ayude a sobrevivir un día más.


Y lo ven, como quien se pone el culebrón de por la tarde, con absoluta parsimonia, como si ocurriera en otro planeta.


El mundo está podrido, pero desde dentro…”


Para mí todo eso son divagaciones de vieja. Porque la abuela Lola es más longeva que cualquier otra abuela del barrio, ha sobrevivido a grandes cataclismos y ha visto morir a varios hijos e incluso nietos. Pero quizás en sus palabras haya más verdad de la que quiero ver.


Me gustaría no ser como soy, no ser lo que soy, o lo que la gente cree que soy.


Y agazapada en mi escondrijo, en el hueco de un maloliente portal, sólo quiero pensar que quizás mañana cuando despierte todo será distinto, y que la calle nunca más será mi hogar.


No muy lejos, se empiezan a oír voces. Gente que se aproxima, niños que corretean por la calle apostándose entre ellos, a ver cual es el que lanza un escupitajo lo más lejos posible…


Vuelve el recuerdo de aquel primer niño y algo dentro de mí me impulsa a huir lejos, a salir corriendo. No me gustan los niños, son crueles.


Corro, corro lo más rápido que me dejan mis fuerzas, pero uno de ellos se ha percatado de mí existencia y en cuatro zancadas se acerca.


La suela de un zapato me golpea fuertemente la cara. Me estruja contra el suelo y no para hasta que se escucha un leve ¡crack!


El sonido de la muerte, de mi cuerpecillo partido y de mis tripas esparcidas.


Mientras se me escapa la vida, sólo escucho de fondo: ¡Mamá, mira, he acabado con ella, he matado a una sucia cucaracha…!