BUSCANDO EL SILENCIO

La tarde de sábado pasaba lo más lentamente que se había visto en años, el día parecía casi interminable. No se oía ningún sonido, los animales del pastizal estaban en algún proceso de aletargamiento. Incluso los insectos más insignificantes no concebían salir de su escondite.


El calor era tan pegajoso y asfixiante que obligaba a Berta a recuperar el aliento a la sombra de cada árbol que encontraba.


Había comenzado a andar hacía ya media hora y se encontraba muy cerca de la tierra del tío Miguel. Acortaba el camino andando entre los campos ya segados de cereal, pero la paja seca se clavaba y arañaba sus pies desnudos. Había salido corriendo de casa con tal ímpetu, que dejó olvidadas las zapatillas debajo de la camilla y ahora tenía la planta de los pies cubierta por una masa marrón-rojiza, compuesta por sangre y tierra. Pero poco le importaba, no sentía ese dolor.


A pocos pasos distinguió el bloque de piedra. Era bastante grande y moverla le costó más de lo que había imaginado, las gotas de sudor le resbalaban por todo el cuerpo y el corazón se le antojaba demasiado grande para su pecho.


La chapa que soportaba la piedra era de un grosor considerable y ardía al tacto, pero después de mover el pedrusco, ésta le pareció liviana.


El reflejo del sol sobre el agua la cegó.


Lanzó una piedra para comprobar la profundidad. Uno, dos, tres, cuatro, ¡plof!...


Berta se incorporó, a la vez que sus pulmones se hincharon de aire, su conciencia gritaba: ¡lo olvidaré!, ¡no volveré a pensar nunca más en aquello!


Uno, dos, tres...


El agua le abrazó como a una amiga que se espera ver desde hace tiempo, y ella... se dejó querer.


Por fin, no pensaba ni sentía nada, por fin... Sabía que al final solo habría silencio, sí, solo silencio.


- ¡Cariño!, baja la tele. ¡Berta!, la tele.


- ¡Sí, perdona mamá!.

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